Debe de estar todavía mi ficha de cartón entre los archivos del Instituto Alemán de Granada. En ella, la fotografía en blanco y negro de un joven profesor de Derecho habrá cobrado, seguramente, una justa pátina como corresponde al hecho de que fue a mediados de los 80 cuando empecé mis primeros escarceos con el idioma de Goethe. No era mucho mayor que yo el hoy ya jubilado profesor Ludwig Schwarz, con quien fui descubriendo que se podían pronunciar y entender aquellas palabras que, merced a un profuso hilvanado de consonantes, parecían inexpugnables a los ojos de un español con conocimientos de francés y algo de latín.
Aquel mismo verano me subí con dos amigos al tren sin urgencia por llegar a nuestro objetivo, como si quisiéramos medir realmente, de una manera físicamente comprensible, la distancia que separa la Alhambra del Palacio del Belvedere en Viena. El habla, en Austria, ni mejor ni peor, no suena exactamente como se escucha en las clases de alemán. Es algo que cualquier andaluz asume con naturalidad y hasta casi con deportiva camaradería, pero no deja de tener su intríngulis. Y en el taxi que tomamos desde la Südbahnhof (Estación Sur, que ya no existe) hasta el Hotel Mozart tuve mi primer contacto de plena inmersión con el idioma alemán que, afrontando el gracioso deje meridional, se saldó con cierto éxito. Sobre todo por parte del taxista, que se esforzó en mutarse en parroquiano de Hamburgo.
La dificultad mayor surgió cuando se trataba de entender el sonido procedente de unos altavoces en un entorno retumbante emitiendo las expresiones propias de las instrucciones del transporte suburbano. Empezó en la parada de metro de Friedensbrücke y no se me olvidará jamás. Me sentí desvalido, sin el bueno de Ludwig para echarme una mano, tratando de agrandar las orejas ante aquellos sonidos y aquellas expresiones. Y yo era, de los tres camaradas, el único «experto».
La lección fue magnífica, pues poco a poco fui discriminando y localizando aquellos sonidos hasta completar, con la ayuda última e inestimable de la amable recepcionista del hotel, el puzle necesario para viajar con una aceptable tranquilidad por los recorridos que horadan el subsuelo de la ciudad imperial. He vuelto varias veces a Viena, y he viajado a diferentes ciudades alemanas, y siempre, cuando desciendo al metro, no puedo evitar recordar aquel mi primer encuentro con frases tan importantísimas como: Nächster Halt: Schottenring (Próxima parada: Schottenring); Ausstieg in Fahrtrichtung rechts (Salida por la derecha del vagón en el sentido de la marcha) o Zurückbleiben, bitte! (Quédese atrás – ya no suba al vagón).
Pero sobre todo, para que un despistado no se quede súbitamente en una inquietante y melancólica soledad, que se puede saldar con un poco ventajoso encuentro con el controlador, conviene por fin saber descifrar el último de los mensajes posibles en el recorrido: Endstation, alle bitte aussteigen! (Estación final, baje, por favor, todo el mundo).
G. González